Se convirtió en un nómada siempre en busca de mecenas y viviendo del
aire (1). No necesitaba un hogar: leer y escribir buenos libros, no ser
dueño ni súbdito de nadie, este era su ideal de vida. Erasmo creía que
la vida de Cristo no podía seguir en manos de los clérigos: “El aldeano
debe leerla detrás del arado, el tejedor en su telar”. Pensaba que la
Vulgata, la única aprobada por la Iglesia estaba plagada de errores. Y
se convirtió en un filólogo prodigioso e incomparable: decidió acometer
la traducción del griego apoyándose en seis manuscritos diferentes.
Hizo una traducción al Latín. Creyó en una Europa de cultura y religión
compartidas donde todo el mundo dominaría el Latín; la patria local
sería sustituida por otra supranacional: las guerras se superarían; fue
un teórico del pacifismo humanista. Demasiado para una Iglesia copada
por seres despiadados y feroces que no podían entender aquello de los
Adagios repicaban en: Dulce bellum inexpertis o Querella Pacis.
Prohibido y amordazado. En Alcalá de Henares la “contrarreforma”
consistió en acabar con lo que para ellos era “herejía”. La más bella
herejía cristiana de todos los tiempos. En 1933 la misma Iglesia
anti-eramista preparó para España la peor de las tragedias. La iglesia
de la contrarreforma y militante se organizó políticamente para imponer
manu militari su versión del cristianismo. La misma Iglesia que acalló a
los herejes más cultos que ha podido haber: los seguidores de Erasmo.
Hablaban latín, hebreo y griego, leían directamente la Biblia, la cual
traducían y comentaban; producían libros magníficos. Y se deleitaban con
unos adagios cultísimos. En la imagen el patio trilingüe: lugar de enseñanza del griego, latín y hebreo de la Universidad cisneriana. Fotografía
mía.
(1) Revista Filsofía Hoy. Número 37.
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