La busqueda de la Verdad usando la imágen cinematografica:
Se que para algunos de los que me leen la política no es una de sus principales preocupaciones; antes al contrario, yo creo, como muchos, que la vida pública no está referida solo a esa politización tan infecunda promovida por los medios de comunicación, precipitándose en la novísima pantalla plana. No: para muchos no deja de ser hasta un run-run molesto en las sobremesas. Por ello, trato de hablar de cine, pues para muy buenos amigos míos esta si que es una materia interesante. Por eso, hoy, voy a hablar de cine, de filosofía y de Ingmar Bergman. Me es muy difícil hacer una presentación adecuada del que, para mí, es esa máscara llamada Ingmar Bergman. Si, de veras, existe un cine intelectual este es el del director nacido en Upsala; aunque, es cierto, debemos reconocerlo, su cine no es miel que puedan todos degustar. Si es posible afirmar, en cambio, que, a poco que se muestre un mínimo de interés mayor por las preguntas que por las respuestas, puede sorprender a algún desprevenido y que, éste, sea atrapado “dentro del campo” Bergmaniano, como es mi caso. Te doy la enhorabuena si así lo consigues: has entrado en el círculo de la filosofía moderna. Y es que, para mí como para muchos otros, Bergman es, más que un director de cine, un pensador profundo; podría, además, decir que este es uno de los pensadores más interesantes del siglo XX. Por qué digo esto: pues porque Bergman usa un lenguaje nuevo para hablarnos del mundo, de la realidad y del hombre: el lenguaje del cine. Todos los filósofos importantes del XX se valieron del viejo instrumental del discurso verbal, desde Husserl, Ortega, Sastre o Heidegger; pero en especial con los estudios de “filosofía del lenguaje”, con Wittgenstein a la cabeza, se valieron del discurso milenario de la escritura, de la elucubración, del, digámoslo de una vez, de escribir a la luz de la vela en las noches: el lenguaje escrito como forma para emitir el pensamiento. Sin embargo, el director sueco se valió de un artilugio moderno para entonar su discurso: la “linterna mágica”, el cinematógrafo. Además de una nueva “forma” para dar cauce al pensamiento, la del creador de imágenes, utilizó, añadiéndole nuevos contenidos, el inveterado “arte” como el instrumento para reflexionar sobre la Verdad. Bergman es mucho Bergman: mucha tela marinera; su obra, compleja, es muy difícil de analizar aquí, en este espacio. A lo más podemos interesarnos por él, para, en el futuro, ir manoseando su filmografía. Ya he recibido llamadas de amigos que gustarían de ir a un café para hablar de Bergman: nada me agradaría más que ello. Descubrir a Bergman es como ir, un día, paseando por los anaqueles de una biblioteca o por los puestos instalados con ocasión de la feria del libro y, distraído, coger o comprar alguno a la buena suerte. Y, de pronto, quedar atrapado en su seno. Esa, yo creo que no hay otra, es la manera de estudiar: quedar atrapado en un autor. Entrelazado en él como esas plantas cuyos troncos van haciendo soga: unir una mente con la de otra. Si eso se consigue la percepción de la realidad se hace más amplia: ya no ves sólo con un par de ojos, sino que las miradas se multiplican, se fragmentan y, entonces, se acerca uno a esa Verdad que es más búsqueda que encuentro. En el cine de Bergman, el cual es muy difícil, como digo, sintetizar aquí, hay algo de mistérico, de terrorífico, de atroz, de desasosegante, de brutal: de infernal. Veamos, síganme, entrelácense conmigo: No es, tan solo, la reflexión teológica, heredera del pensamiento religioso oscuro y atroz de los fríos del septentrión y la vara flexible del sacerdote luterano a las posaderas, sino de reflexión sobre este mundo, el de aquí, el de las relaciones humanas destructivas: esa es, quizá, “la angustia” Bergmaniana y su azoramiento. Recientemente Benedicto XVI ha vuelto a situarnos el infierno como un lugar físico. Bergman, sin ese afán de infalibilidad, también nos situaba el infierno en un lugar físico: este mundo. No son, quizá, ni “los Comulgantes” ni la “Vergüenza” las dos obras maestras por las que yo recomendaría iniciarse en este universo fecundo, si no otras como “Fanny y Alexander” o la prototípica “el séptimo sello”; pero si creo conveniente hablar de ellas ahora. En la primera, los comulgantes, se habla de la pérdida de la fe en Dios, a través de un sacerdote Unamuniano, si ustedes me lo permiten expresarlo así. En la segunda nos habla del infierno de este mundo: en la Guerra. La cámara se vuelve fría, contemplativa de un horror, en una falsa sugestión de objetividad: detrás de ella hay alguien que mira, que contempla fríamente el horror infernal al que los hombres, la humanidad, puede llegar. Stanley Kubrick hizo algo similar en la “chaqueta metálica”. Esa cámara hiperobjetiva es Dios; un Dios que ha dejado al libre albedrío a los humanos y siente Vergüenza ante lo que ve por el visor de su cámara. Dios es el demiurgo, el creador, sin embargo, solo mira, es el ojo de una cámara, que no interviene. De aquí viene la pregunta, si Dios mira, pero no interviene, e intuimos que siente Vergüenza, en el caso de existir, por lo que ve, ¿Podemos juzgar su moralidad? Amigos míos: hablemos de cine en las tardes plúmbeas de los oscuros fríos. ¿Quedamos?
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