viernes, 18 de abril de 2008

El pesimista lúcido


Voltaire se choteaba, con acertada razón, de la aseveración que hacía Leibniv sobre que vivíamos en el mejor de los mundos posibles: esto fue llamado, oportunamente, como “el optimismo” de Leibniv. Es muy posible que, como acierta a decir Julían Marías, esta aseveración del filósofo nacido en Leipzig haya sido por regla general muy mal entendida, y ofrece argumentos razonables para ello. Sin embargo más simpática, en contraposición, es la obra que refuta las teorías sobre el optimismo: “Cándido”, donde el propio autor de la idea filosófica tratada tiene un personaje propio –el sabio Pangloss-. No se hasta que punto vivimos en el mejor de los mundos posibles, porque lo ignoro y, aún, si otros mundos mejores pueden ser posibles (aunque sostengo con firmeza que es un deber moral, al menos, intentar un mundo mejor: aunque quede uno apaleado, amoratado y amojamado como Alonso Quijano, el Bueno) . No voy a introducirme en arduos debates sobre ello: me quedo con la simpática obra filosófica de Voltaire, que graciosamente se mostraba como “un pesimista”: quien pueda, que la lea. No, no, ni tampoco voy a hacer una diatriba filosófica del manido tema del “optimismo” y “el pesimismo”: aunque nunca está de más traer a colación lo que otros muchos pensaron sobre ello, para que, así, cuando se hable, se haga con ciertas nociones. No ha sido, continúo, este francés enciclopedista ilustrado el único que ha seguido la senda del “pesimismo lúcido”: más cercanamente otro francés, y director de cine, llamado Robert Bresson, acertó a definirse de esa manera o, también certeramente, otros -Jean Cocteau- le calificaron como un“pesimista alegre”. El nihilismo de este autor alcanza cotas difícilmente soportables: es la escéptica mirada que el autor lanza sobre el mundo. Otro lúcido, simpático y sabio señor, José Saramago, es de esta estirpe de la que estoy hablando: pesimistas, lúcidos y alegres no obstante. Siguiendo el itinerario marcado en este misceláneo artículo sobre la materia así intitulada no voy a negar una evidencia de Pedro Grullo: me apasiona el cine de Stanley Kubrick. Hay muchos directores que necesitan dos y tres horas para no contar absolutamente nada; en cambio, el cineasta newyorkino, en menos de una hora y cuarenta minutos narra, en su obra maestra más apabullante (senderos de gloria), una historia que te llega hasta las entrañas y que te hace retorcerte en el sillón, butaca o silla. ¿Otro pesimista quizá? Al escribir este artículo estuve dando vueltas sobre la fotografía que iba a dejar para arriba: la de los soldados atrincherados en espera de la segura e inmediata muerte, la del general Staff –lo que mostraría mi mas hacendado pesimismo- o la de la iba ser la esposa del cineasta cantando a los desdichados soldados: ¿Hay lugar para la esperanza del género humano? Lágrimas sinceras caen por mis mejillas al recordar la última escena de la película: hay esperanza después de todo. Sin embargo opté por la primera: soy un “pesimista lúcido”. (Vaya creo que al final si hice una diatriba sobre la materia).

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