viernes, 3 de diciembre de 2010

(‘Pat Garrett & Billy The Kid’, 1973) Un poema lírico, una tragedia griega. O cómo Dob Dylan se convierte en Homero.




Corre entre los viejos cinéfilos y aficionados una frase que dice - como aquella que recuerda que los tiempos pasados fueron mejores - ya no se hacen películas como las de antes. Los tiempos han cambiado y la manera de hacer cine también; hubo un modo de hacer cine artesanal, un modo cuidado, un modo donde a veces, el artista se confundía con el artesano y el artesano con el artista. A veces, los artistas eran malditos. Ese era el caso de Peckinpah, un viejo lobo mitad indio, mitad loco, mitad estepario y mitad salvaje. Las películas de Peckinpah huelen a carnero, a macho, a sangre, a pólvora, a polvo.. ¿Qué tiene Peckinpah que con esas variables su cine sea brutalmente poético y lírico? Posiblemente la habilidad para dirigir como los viejos artesanos unido a un sentido artístico donde la palabra brutal, no por ser repetida, es menos verdadera: Belleza. Eso es lo que hace Peckinpah. Belleza con el plomo, con el polvo, con los cactus... y con la narración, el verdadero arte que debe dominar un director que se precie de serlo. Por eso, decimos los viejos aficionados, que ya no hay películas como las de antes; quizá es que ya no hay narradores como los de antes, porque los tiempos han cambiado, y con los nudillos se golpea en la puertas del cielo. Pat Garrett & Billy The Kid es una obra mayor. En su día no pudo apreciarse tal y como hoy se puede hacer. Una película como las de antes que era ya moderna para su tiempo, y por eso la deshilvanaron, para que quede como un remedo de un cine que fue, y que nunca fue, y sí que fue. No voy a hablar de las versiones, sino de la genialidad narrativa que Peckinpah intentó y logró con esta película. Gracias a la restauración de 2005 el público ha podido descubrir las intenciones primarias de Sam Peckinpah, después de que el productor se la desbaratase. ¿Qué nos cuenta Peckinpah? ¿Cómo nos lo cuenta? El arte es fondo y es forma. Y la conexión entre ellas es lo que el artesano-artista consigue cuando lo que hace es una obra de arte mayor. Pero si hay algo que es mayúsculo en esta película, que todo lo es, es "la narración", la "diégesis": los tiempos del cine han cambiado, y muchos nos resistimos a que eso ocurra. Solo un paladar avezado es capaz de saborear este plato; ese es el motivo por el cual los productores se cepillaron la película. No llegaría al gran público, y posiblemente tendrían razón. Detrozaron la película, intentándo salvarla para que el vulgo pasase por taquilla, e hicieron de la obra de arte una barbaridad llena de tachones, de borrones, de manchas, más inentendible aún si cabe... Los tiempos pasados son tiempos míticos; son tiempos cantados por los aedos. Agamenón, Ulises, Troya, Ítaca, las legendarias guerras de los aqueos, Héctor y Aquiles... es Nuevo México, es Pat Garrett, es Billy, es el clan de Santa Fe, es Chisum. Pero es, sobre todo, Homero. ¿ Bod Dylan no hace otra cosa en la película que leer un bote de judías mientras Pat Garrett impone su ley en una taberna? No. Bod Dylan es mucho más que eso, y eso es lo difícil de entender: el ardite genial de esta película es que Bod Dylan es Homero. Es quien cuenta la historia a golpe de acordes de guitarra. Es en narrador intradiegético, testigo ocular de los hechos, que los transforma en un poema lírico. Por eso el ritmo de los planos, de las secuencias, es el ritmo (el fondo) de un poema lírico y ¿Quién mejor que Bod Dylan para narrar las historias de los antiguos héroes míticos? Eso es esta obra maestra. Eso y mucho más. Es un época, un cine que no volverá a repetirse, en una tragedia griega donde todos los que fueron amigos alguna vez se disparan con el objeto de autodestruirse. Que placer más grande es ver esta película en una pantalla grande, y tumbado en el sofá, una tarde de Sábado...


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