miércoles, 13 de agosto de 2008

La serrana de la Vera: un paseo por el mito. (Ensayo)






La Casa
de Don Pedro de Carvajal

No son estos días de estío adecuados para el caminar sereno; el otoño, viene mejor. El viajero no quiere, sin embargo, perderse la ruta famosa que nos lleva por la sierra de Tormantos hasta el lugar donde la serrana de la Vera tuvo su morada mítica. Recuerda de niño cuando su abuelo le señalaba con el dedo: mira, allí, allí está la cueva de la serrana. Apura el café. La mochila tiene el peso adecuado: bocadillo de tortilla, un par de latas de refresco y agua. Por la noche comprobó la previsión del tiempo: sol y moscas; sin embargo, el viajero comprueba que la mañana está densa, húmeda, fresca y oscuros nubarrones se fijan en la sierra. Vuelve a casa y coge ropa de abrigo: el viajero es previsor. El viajero quiere trasladarse al pasado y lo logra, mientras los primeros agricultores salen para el campo en sus automóviles de trabajo; algunos cargados con gruesas gomas negras; otros con azadas, gumias, calabozas y, como herramientas más modernas, como la mochila, necesaria para aplicar los herbicidas. Es de noche cuando entra por las calles de Garganta de la Olla. El viajero ha traspasado el umbral del tiempo: se haya en el siglo XVI o en el XVII, no lo sabe bien. Voces furiosas suenan en la plaza pública y una partida de hombres, medrosos, con las teas aún encendidas, se prestan a salir en busca de un proscrito; el viajero se lava la cara: la plaza está vacía. Enlaza por una calle que a mano izquierda de la plaza se haya y llega a una esquina. La calle está vacía: una discusión altera el silencio; un padre y una hija discuten. Se sabe que es un padre por varios motivos: uno de ellos es que llora, otro de ellos, el principal, porque grita: ¡Hija! ¡Hija! ¡Hija!. El viajero supone una disputa familiar; se detiene, aunque no es de los que guste de entrometerse en lo ajeno; el viajero mira su reloj: son las 6. Las voces de la plaza se hacen más audibles. Canta un gallo. Y un hombre embozado, menudo, diríamos que hasta de baja estatura, sale corriendo de la casa en disputa, tras portazo sereno; el hombre porta una tea, mientras sus pasos resuenan y desaparecen hacia las voces de la plaza. El viajero ha quedado oculto por las sombras que la mañana aún no han descubierto y un llanto de mujer ahogado, casi imperceptible, queda suspendido desde el interior de una casa cerrada a cal y canto. El viajero sigue su trayecto calle arriba, sereno, confiado y enciende el primer cigarro de la mañana: no debía fumar, lo sabe.


Inicio de la ruta de la serrana de la Vera por el puente de San Salvador

La de Poserrano, Pozas y Valtorete son las tres fuentes que esperan al viajero; sabe, además, que estos boscajes veratos son frescos: crecen los helechos, y, además, los musgos cubren las piedras graníticas desprendidas. En cualquier lugar hay un regato, una sombra, un lugar donde rellenar la cantimplora, desabrocharse los zapatos, soltar la mochila, fumar un pitillo y meter los pies en agua; el paisaje es boscoso: lo conoce bien. Empieza a despuntar el alba. La singladura puede ser difícil, le consta, pero prefiere no ir pertrechado de móvil. Él es así. Lo habitual es recorrer la ruta cuesta abajo: iniciar en la localidad de Piornal el camino, recorrer la altiplanicie serrana, por la zona de los helechales, donde se solazan los piornalegos, y, posteriormente, bajar el puerto por la angosta trocha; sin embargo, el viajero es un buscador, un buscador fluvial, añadiría: no en vano, él mismo así se define. Aunque nada tiene que ver, claro está, el ser un buscador fluvial para que éste ande cuestas arriba siguiendo rutas recónditas de mitos pasados: Sin embargo el viajero, argumenta, trata de recorrer la “ruta de la serrana” tal y como alguna vez debió de hacerlo, en caso de ser ella la serrana de la vera, la doncella –tal vez-, Isabel de Carvajal. El viajero no es verato, pero se conoce bien las trochas, caminos, sol y brisas tormanteñas: no hay cuidado. Al pasar por el puente, bajo el cual una cristalina garganta verata fluye aguas abajo, el viajero siente que, otra vez, el reloj que mide el tiempo le juega una mala pasada. Hay menos luz, pese a ser más de mañana y pese a que un segundo gallo se alborota. El bosque parece más oscuro, más frondoso, más sombrío. El viajero mira hacia atrás, al cercano pueblo de Garganta de la Olla que acaba de atravesar; sin embargo el pueblo está envuelto en tinieblas. La luz eléctrica que iluminaba las calles han desaparecido y el viajero solo escucha el rumor agradable y fresco de la garganta cercana y, más a lo lejos, las voces nocturnas, alborotadas, que escuchó aquí atrás, en la plaza del pueblo. De la calle estrecha aparece una legión de sombras masculinas con teas encendidas. El viajero se aparta hacia un lado, para no estorbar y los deja pasar. La comitiva encendida no para en mientes del viajero: es invisible a ellos; no en vano es un buscador de otro tiempo. Ahora bien ¿Qué busca? El viajero no lo sabe, pero lo digo yo: El viajero es un buscador, simplemente. La comitiva va enfebrecida, nerviosa; el viajero le parece que son labradores, hombres del pueblo los que, detrás de una partida de caballeros ataviados con negros ropajes, que denotan autoridad municipal, y de ciudades populosas cercanas, infiere el viajero, acompañan hasta el puente a los caballeros. La autoridad eclesiástica queda bendiciendo a los que parten y los villanos, detrás de él, quedan a la expectativa. El viajero observa todo, ya alejado del puente unos metros y, a su vera, pasan los caballeros oscuros que van de caza; tenebrosos corceles de ánimas espectrales. Cerca queda el campanario del pueblo, que empieza a hacerse visible en la mañana, aún no emite su sorda campanada: se encuentra a la expectativa, como el viajero.

El padre de Isabel de Carvajal

El viajero es alguien misterioso; él, asimismo, se define como un buscador fluvial. ¿Quién es el viajero? Escuchémosle, el nos lo relata: “Voy a decir sobre mí algo que hasta la fecha nunca había dicho: soy un buscador fluvial. No voy a ocultar a nadie que he recorrido sendas fluviales de belleza inusitada. Desde sabios ríos fronteros, hasta las cristalinas aguas del Xerete”. El viajero inicia el ascenso de la ruta. Los caballeros ya pasaron raudos y el ruido que los cascos de sus corceles se hijo imperceptible. Los campesinos se dieron media vuelta, todos, excepto uno, que sigue, con los ojos perdidos, mirando los ya más claros contornos de Tormantos. El viajero lo reconoce por sus ojos y lo mira; sin embargo el campesino, que tiene la mirada perdida, se haya inmóvil. Dos movimientos continuos en un lugar parado por el tiempo: el viajero sigue la senda que le lleva por la ruta serrana y el viajero, a la vez, se encuentra mirando a un padre de ojos perdidos.

La serrana de la Vera: un mito hispánico del siglo de Oro.

El viajero sigue el camino recién emprendido; viste calzado cómodo, de aventurero, pantalón corto y camisa; el peso de la mochila le molesta poco. Atrás quedó Don Pedro de Carvajal. El día está plúmbeo, como si quisiera llover, por ello la vegetación está exultante; el viajero sigue meditabundo, y admira la granítica vertiente que, de estos lados, empiezan a divisarse en lo alto de la serranía. La serrana de la Vera: mito hispánico, se desarrolló por estas trochas, por estos vergeles veratos. Tres mitos hispanos tuvieron su nacimiento por casi las mismas fechas: La Celestina, Don Juan y Don Quijote. ¿Existe alguna relación entre ellos y la Serrana de la Vera ? El viajero aún no lo sabe, pero lo intuye: es un buscador. Mitos hispánicos únicosm, irrepetidos, sustanciales. Estudiados repetidamente en las dos pasadas centurias: siglos XIX y XX. Largo es el listado de eruditos. Mitos ontológicos, necesarios para conformar el ser de España. No es raro, por tanto, que Menendez Pidal, Americo Castro, Pérez de Ayala, Ortega y Gasset o Gregorio Marañón intensifiquen sus estudios; menor es la atención prestada, sin embargo, a la “Serrana de la Vera”. Sin embargo, ¿que tiene el mito de la serrana como eminentemente hispano? Eso es lo que el viajero trata de dilucidar en su caminata por la ruta ¿Por qué su interés?

El corral de Zapateros

Hoy en día la ciudad de Alcalá de Henares se encuentra muy cambiada, pero bien puede decirse de ella que fue un modelo de ciudad barroca; el acceso está sembrado de rotondas viarias donde, cada mañana, se amontonan cientos de vehículos en inhóspita madrugada. Pero hubo otros tiempos donde en ella rivalizaban estudiantes con manteos de colores; las riñas entre bandos eran habituales y por las noches la ronda del Rector de San Idelfonso salía por las calles en búsqueda de truhanes, pendencieros y alborotadores varios que, con mal vino, se daban cita en el “callejón del peligro”, junto a “la posada de la Parra”. Justamente enfrente de ésta se encuentra una casa pobre, por su entramado, y gloriosa, añadimos, por siempre conocida como “la casa de la Calzonera”. La calle, llamada del Comercio, larga y soportalada - entonces con columnas redondas de piedra decorada en vivos colores con ocasión del Corpus -daba a la plaza del mercado, hoy en día conocida como de Cervantes; junto a los edificios municipales con sede en las viviendas colindantes y justamente enfrente del torreón de la calle del arco, hoy desaparecido, había su entrada por un portón desvencijado y un pasillo viejo y maloliente a un corral de comedias. Veamos que ocurre en él: los estudiantes, con sus manteos, y los villanos, con sus trajes de época, parecen prestar atención a lo que los actores dicen. Silencio oigámosle. Habla Giraldo:

Pues por la fe de hombre honrado

que no lo hagáis, que aunque estoy

viejo, padre de hijos soy

;y si el cielo no me ha dado

varón que pueda volver

vida arrestando y honor

por las ofensas, señor,

que vos me podáis hacer,

una hija me dio el cielo

que podré decir que vale

por dos hijos, porque sale

a su padre y a su abuelo;

que fuera de la presencia

hermosa, tan gran valor

tiene, que no hay labrador

en la Vera de Plasencia

que a correr no desafíe,

a saltar, luchar, tirar

la barra, y en el lugar

no hay ninguno que porfíe

a mostrar valor mayor

en ninguna cosa de éstas,

porque de las manifiestas

vitorias de su valor

tienen ya gran experiencia

que es su ardimiento bizarro

.De bueyes detiene un carro,

de un molino la violencia;

corre un caballo mejor

que si en él cosida fuera,

y en medio de la carrera

y de la furia mayor,

que parece que al través

a dar con un monte viene,

suelta el freno y le detiene

con las piernas y los pies

.Esta mañana salió

en uno al monte a cazar,

y casi todo el lugar

tras ella, que la siguió siempre que a caza ha salido,

por verla con la escopeta cómo los vientos sujeta,

que ningún tiro ha perdido

al vuelo, de tal manera

que no hay ave que la aguarde

ni todo el furioso alarde

de los brutos.


El viajero sigue su camino cuestas arribas; recuerda su vieja ciudad de Compluto y sus largos paseos por ella; ciudad por luengos años olvidada, ruinosa, vilipendiada y ultrajada. Ya volveremos a ella, pues en su corral de comedias tiene lugar un acontecimiento singular: se representa el primer acto de la comedia de Vélez, la serrana de la Vera.


Las últimas estribaciones de Gredos


Fue Unamuno quien trato de buscar la tradición eterna; en “en torno al casticismo” es un libro ejemplar en ese aspecto. El viajero lo recuerda, mientras sigue su camino, por las trochas serpenteantes. La luz ya ilumina con nitidez el camino y, a lo lejos, el campanario de Garganta de la Olla se ve inhiesto, al fondo, sobre el caserío. El pueblo queda arropado por la vegetación frondosa y fresca que lo rodea. Los viajeros de hoy en día no son como los de antes, piensa el viajero, que, durante unos momentos, hace un descanso para tomar el resuello y contemplar el pueblo serrano, inhóspito en otro tiempo, de Garganta. Es aún temprano para tomar el café que caliente se mantiene en el termo; sin embargo, se dice, un vasito no le vendrá mal. La mañana, pese a ser agosto, está fresca. El viajero se sienta sobre una piedra, tranquilo, no tiene prisa; observa el pueblo, la vegetación y divisa la carretera, situada en la ladera que arropa a Garganta de la Olla, contraria a la que él se encuentra, y que va camino del cercano Yuste. El lugar despide un alo de leyenda, un alo de otro tiempo; no le es difícil al viajero trasladarse a otra época. El viajero escruta el terreno: al fondo el pueblo, metido en la olla, circundado por la vegetación espesa y encima, granítica, inmensa las últimas estribaciones de Gredos, de altitud considerable, con la Cuerda de los Infiernillos, el Collado de las Yegüas y, al otro lado, el Glacial de la Serrá. Buen lugar, se dice, para los aficionados a las montañas.


Unamuno recorre la Vera

Unamuno, como viajero, con su traje impecable oscuro, sus anteojos, alto, algo desgarbado, viene montado en un caballo que le trae desde Navalmoral. Es don Miguel, por entonces, una de las autoridades intelectuales hispanas y hace viaje por el suelo patrio buscando la raíz, el lugar, de un problema ontológico, vital: es el problema de España. No será él tan solo quien recorra tierras extremeñas; posteriormente, Marañón visitará las Hurdes; la visión surrealista a ese problema, sobre el ser de lo Español, la pondrá otro genio, un intelectual del cinematógrafo: Luis Buñuel. Pero sigamos con Unamuno, mientras nuestro viajero sigue sentado en una piedra musgosa, contemplando el pueblo de la Vera, las selvas que lo rodean, y la mole granítica que se abre al este; el pueblo, según los ojos que contempla el viajero, ha quedado enclavado en otro tiempo. No ve el recinto deportivo que hoy en día existe, ni las construcciones modernas que ya lo rodean; tan solo el caserío antiguo y, rodeándolo, un inhóspito bosque de robles y, como los vio Don Miguel, poderosos castaños encadenados. Llega Unamuno a la Vera de un modo peculiar y visto de lejos parece confundirse con Don Quijote. El trote es suave, pero aún así, las maletas que trae consigo, sobre los lomos del caballo, vibran y se balancean, dejando aire; va el catedrático desgarbado, lentes, y sombrero, esta vez, claro, sobre la montura. Se seca la cara con un pañuelo y divisa a lo lejos, las montañas cada vez más cercanas; montañas tristes, montañas bellas; montañas serenas de apacibles viajes en tren, montañas que pasan, que se dejan a la vera, en un viaje a vapor. Publicó Unamuno “Por tierras de Portugal y España” en 1911; unos años antes, bastantes, había publicado “En torno al casticismo”. Es problema que le acosa es de raíz generacional, como nos hizo ver Ortega: una búsqueda del alma castellana, de la tradición eterna del presente. Unamuno es otro buscador. El viajero se pone en pie, a lo lejos divisa la llanura que se extiende hasta otros montes más lejanos: son las sierras de las Villuercas y los ibores; llega don Miguel, a caballo, desde las mismas, pasando por los campos de Arañuelo, por pimentonales, donde bravas, pequeñas y coloradas extremeñas hunden la cerviz. Don Miguel cruza el río y nuestro viajero continúa su caminata entre helechos frescos. Un avión, en lo alto, rasga el aire, rompiendo el cielo. Sí señor, se dice el viajero, el mundo necesita de Quijotes.

Una ciudad del Barroco

Es la ciudad de Alcalá de Henares una gran desconocida; vieja señora de ladrillos derruidos que, hasta hace poco, mostraba un paisaje desolador. Sin embargo, cuando corre el siglo XVI y XVII es una de las ciudades más populosas del suelo hispano; a sus muros llegan estudiantes, y profesores, de todas partes. Unos buscando la justicia foral, otros, de veras, para reconstruir la ideal comunidad platónica que Cisneros quiso crear. Y, dirán ustedes, ¿Qué tiene que ver la serrana de la Vera con la ciudad ribereña del Henares? Y yo les digo, no más, que en estos momentos, en uno de los corrales de comedias tiene lugar la dramatización de Vélez; y esto no es peculiar que así sea, pero lo peculiar si es, en cambio, que se representa en esta ciudad otro drama peculiar: el debate, el germen, de lo español. No es el nacimiento de Cervantes, ocasión circunstancial; es otra cosa. Alcalá de Henares sigue siendo una gran desconocida todavía hoy. Para visitar Alcalá y sus parajes hay que cortar la ciudad en dos, con línea a media altura de sus edificios y admirar su caserío a esta altura; así se puede presenciar en drama del que hablamos. Las calles son largas, racionales, tiradas a cordel y su anchura es canóniga con la altura media de sus edificios; aparece siempre a la vista, en perspectiva renacentista, una cúpula, un espadón o un pináculo que caen al medio, dramatizando, teatralizando la vía pública. El drama de lo español se vive a voladizo y, a pie de calle, se disfraza con estudiantes ilustres que patean sus calles: Lope de Vega y Calderón entre ellos y, por una puerta, un corral de comedias con suelo empedrado con cantos del Henares. Alcalá de Henares vive a salto entre dos épocas: Renacimiento y Barroco. Renacentista es su Universidad y su trazado racional, funcional, del siglo XVI; en sus imprentas se imprimen, en masa, las obras reformistas por excelencia: a Erasmo. Alcalá se constituye en centro erasmista, humanista, y la crítica al clero se manifiesta con un anónimo Lazarillo del Tormes, donde pesquisas últimas hacen llevar a Alfonso de Valdés. No es eso, sin embargo, lo que nos interesa aquí. Lo que nos interesa es un enfrentamiento arquitectónico en las alturas complutenses; cambia el siglo y la reforma ha sido confinada, y Erasmo es considerado un heresiarca: corren nuevos tiempos y una comisión de profesores de San Idelfonso acuden a Trento, a defender las verdades de la fe católica, y, entre ellas, a imponer dogmas católicos, ante la vida disipada y venérea que los nuevos tiempos han acarreado. El drama es de interés para entender no solo la época sino, más allá, los mitos y leyendas que conformaran lo español. Si el siglo XVI fue un siglo luminoso, por las referencias a los clásicos, de inspiración humanista y cristiana, el siglo XVII amanece con un cambio de signo: la Contrarreforma. Es ahora pronto para adelantar su contenido. Veámoslo, sin embargo, de una forma arquitectónica. En la fachada de San Idelfonso hay figuras clásicas: Perseo hacia un lado, Palas Atenea a otro, portando sendos símbolos erasmistas. El poderío de San Idelfonso, en cambio, debe ser limitado y, en altitud, aparecen pináculos conventuales con el objeto de restarle poder. Las calles se teatralizan y las fachadas telones de los conventos saltan a la calle como símbolo del poderío de la contrarreforma.

El pueblo y los genios

No es solo el teatro barroco donde el drama de la Serrana de la Vera constituye su única génesis como mito hispánico; mito, como luego hemos de ver, de singular alcance. Nace en determinada época como producto de la misma; en él tiene su razón de ser y alcanza un determinado éxito. Sin embargo es imposible deslindarlo de su paraje natural. La serrana de la Vera, es cierto, tiene que ver con una cultura determinada de la que es germen; pero el lugar, en Tormantos, donde dejar sentadas sus proezas vienen muy a pelo. El viajero sigue con la subida verata hacia la meseta serrana donde, dicen, tuvo la serrana su cueva y el entorno, es cierto, es lugar para la magia, es lugar para los mitos. Pero por ahora nos hayamos en el Barroco, época de Oro de las letras hispana, donde surgen nuestras más fecundas leyendas y nuestros más importantes mitos. Dice Gregorio Marañón que la mente de los grandes creadores, es decir, pueblo y los genios, obedecen a razones espirituales profundas; este es, no otro, el objeto de este ensayo breve sobre el mito de la Serrana de la Vera. Este es, sin duda, un claro ejemplo de cómo esta aseveración mañaroniana cobra sentido, junto a otras. Para la Serrana, como para Don Juan, todo fue obra del ambiente español de aquellos años, y no pudo serlo de ningún otro. Aquellas fueron épocas de crisis, de tensión, de cambio… épocas gloriosas, de sufridas vidas, e importantes tensiones religiosas encrespadas, que se baten el cobre en el alma espiritual de un pueblo, dirimiendo el alma de lo hispano.

1 comentario:

Ginebra dijo...

Hola Jake, muy completa la ruta de La Serrana, con un poco de todo.
Se nota que "tenías mono de blog", jejejeje. besos