viernes, 21 de noviembre de 2008

!Son los nuestros! !Son los nuestros!


Corría el año 1936, y los que quedaban en Madrid, alrededor de 1.000.000 de personas –si no me equivoco- se parapetaban para repeler el ataque del ejército “español”. Corre el año 1996. Un muchacho joven, de unos 21 años, recorre la avenida de la Ciudad Universitaria. Acaba de salir por la boca del Metro, frente a la Facultad de Medicina y Farmacia; lleva unos walkmans y va escuchando radio inter-economía: la radio de los negocios, la del directivo, la de los salvapatrias. Es muy temprano. No serán ni las 8:00 de la mañana. La voz del locutor suena anodina, relatando la letanía sobre como había cerrado el Nikkei y que expectativas había para el IBEX 35. El día está frío. Los edificios se advierten nebulosos, por una niebla húmeda que los envuelve. El joven mira a su derredor: Ciudad Universitaria. Sector: Facultad de Filosofía y Letras. Desde los cuatro caminos se dispone una batería de gran calibre que de forma machacona martillea el campo, dejando grandes socavones de tierra en cada zambombazo. Las ráfagas de las ametralladoras barren el espacio circundante. No hay un frente definido. Subiendo hacia filosofía las columnas franquistas se apostan sobre los pinos ennegrecidos, con el fin de tomar la Facultad. Desde las ventanas, francotiradores abren fuego a discreción sobre los que suben la loma donde hoy está la Facultad de Historia. El fuego de mortero es constante. Una columna de requetés ha quedado aislada a 300 metros, en la hondonada, y son masacrados en pocos minutos a base de bombas de mano, aunque el fuego cruzado es muy intenso. Por cada metro que se avanza, por cada palmo de tierra, caen abatidos muchos hombres. Los edificios humeantes que se divisan se tienen en pie milagrosamente. La artillería franquista lleva dos noches sin cesar machacando las defensas, que resisten milagrosamente. La plaza de filosofía, llena de alambradas y zanjas, sirve para transportar los heridos al hospital de campaña, situado en la cafetería de la Facultad de Derecho. Cafetería donde, cada día, nuestro joven toma café. Franco ha cometido un error de bulto. Ha querido entrar a Madrid por Extremadura, en vez de envolver por la Carretera de Barcelona o cortar la Carretera de Valencia. Ha tomado esa, en apariencia, inexplicable decisión. Sus razones tendrá. En la casa de campo, El puente de los Franceses, el Manzanares y Ciudad Universitaria se convierte en un infierno inimaginable Una batalla por Madrid horrible, donde unos españoles están matando a otros. A un lado, un pueblo soliviantado, al otro un ejército, el español, entrenado, experimentado, jerárquico y adiestrado. Los carros blindados L 3/35 han combatieron duramente para tomar Villaverde y, en especial, el Cerro de los Ángeles, lugar donde la artillería “nacional” va a machacar su capital: Madrid. Los tanques, carros ligeros, zapadores se despliegan por todo el oeste, en un toma y daca sin cuartel. Cada metro es un suplicio. Cada loma de la casa de campo está sembrada de cadáveres, y las ráfagas zurran por doquier y barren el camino por donde han de pasar los blindados. Los días son brutales, encarnizados, sangrientos. Se plantea una defensa numantina y desigual, pues por el espacio aéreo solo sobrevuelan los Heynkel alemanes, que está masacrando a la población, que trata de resguardarse en el metro. Todas las calles madrileñas son calles de cristales rotos. No hay lugar por donde no se pisen cascotes. La Facultad de Farmacia, la Facultad de Medicina, el Hospital Clínico, La Facultad de Filosofía están siendo duramente ametralladas. Los del ejército “español” entran en el Hall de Medicina. Desde la segunda planta, los no menos españoles, ayudados por alemanes e italianos, arrojan bombas de mano, y entre los escaños de las aulas se baten cuerpo a cuerpo. Los que defienden el sector de el puente de los franceses reciben un aluvión de bombas alucinante. Es un lugar estratégico. Allí solo que combate a muerte. Trincheras, búnkeres parapetos rodean Madrid. Las democracias occidentales han dado de lado a los españoles que defienden la República. De repente, la gente ve volar un avión bajo y extraño que no conoce. Persigue a un Heynkel. Se pone a cola. El Heynkel empieza a emitir una espesa humareda negra en chorro y el aparato se incendia, estrellándose unos kilómetros más allá. La gente, llorosa, mugrienta, despavorida grita: ¡Son los nuestros! ¡Son los nuestros! Solo los rusos acudieron en ayuda de Madrid. ¿Dónde estaban las democracias? El joven vuelve a la actualidad, pues un autobús, que recorre la línea desde Moncloa, le pega un bocinazo. ¿Los nuestros? ¿Quiénes son los nuestros? Dios mío. Los de Madrid. Lo comprendió entonces.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Los nuestros nunca están. Entre otras cosas porque están hasta los cojones de que les pinten la cara. Y ellos siempre tendran a los serviles a los mea pilas, a los correveidiles de la carta anterior que se venden por un plato de lentejas.
El Canuit